jueves, 18 de julio de 2013

“Broder, ¿dónde está mi S4?”



Llego temprano a una de mis universidades favoritas. Poca gente lo sabe, pero antes de ingresar a la Universidad de Lima me presenté a esta (y no la hice).


Estoy entusiasmado porque formaré parte de un taller de introducción al Stand up comedy (que en realidad está dirigido a estudiantes, pero son tan buena gentes conmigo que han dejado que me cuele).


Es un taller chiquito. Somos seis alumnos en total, cuatro chicas y dos chicos, y la profesora, Israel.


Ella nos pide dejemos nuestras cosas a un lado para poder empezar. Se dirige a mí y delante de todos, imagino para romper el hielo, me dice “este taller te ayudará a despegarte un poco del Twitter” y todos ríen. (Asumo que Israel me sigue en Twitter y se gana con todos mis miles de tuiteos hueveros, pero no le pregunto cuál es su username).


Dejo mi S4, mis audífonos y mi Ipod a un ladito y en segundos Israel inicia la clase.


Básicamente nuestro primer encuentro se trata de pararnos frente a todos y contar, de manera divertida, quiénes somos, qué hacemos, por qué estamos aquí.


Lo hago bien, creo. Los chicos se ríen, mucho, y en realidad no estoy contando nada escrito o inventado, sino realmente quién soy, qué hago y por qué estoy ahí.


Termina esta primera clase, que en realidad no ha sido o no se ha sentido como clase, y voy en busca de mis cosas.


Tomo mis audífonos, mi Ipod, pero mi Galaxy S4 no está.


Automáticamente volteo donde Israel y me río. 


“Ya, te prometo que me despegaré del Twitter cada vez que venga al taller, pero no me hagas esto. No me escondas el teléfono, por favor”, le digo mientras me río nervioso.


Israel se ríe y me dice “¿Cómo? ¿Quién te ha escondido el teléfono?”.


“No sé”, le respondo y miro a todos con duda, con divertida cara de desconcierto.


“¿Quién ha tomado su teléfono?”, se molesta Israel.


Hago un paneo rápido a los rostros de los alumnos y todos parecen tener la tranquilidad de quien realmente no ha tomado nada que no sea suyo. 


Me empiezo a desesperar. Israel ya luce molesta.


“Chicos, no estamos en un colegio, pero si en este momento quien tomó por error el teléfono no lo devuelve, y hacemos como que no pasó nada, tendré que revisarles como a chiquitos de primaria sus mochilas”, reclama Israel.


Efectivamente, a los pocos minutos Israel se pone a revisar una a una las mochilas de todos, pero nada.


“Broder, ¿dónde está mi S4?”, exclamo a todos molesto, algo muy raro en mí.


“Israel”, anuncia la última alumna a la que le revisaron la mochila, “¿recuerdas que en medio de la clase vino esa chica de Artes que se sentó cinco minutos, se paró y se fue?”


“Silvana”, dice Israel, que toma su teléfono (gracioso, ella tiene un S3) y marca el número de la chica que, por el momento, todos pensamos tiene mi S4.


“Israel, ¿me estás llamando ladrona? ¿chora? ¿tú estás loca o qué te pasa?”, grita innecesariamente alterada Silvana al teléfono de Israel.


En minutos, y como en realidad todos aquí se conocen y saben los horarios de los demás, aparecemos en el edificio Zeta de la Universidad y ubicamos el salón en el que se encuentra Silvana.


Israel se asoma por la ventanita de la puerta del salón y le pide con señas a Silvana (una chica delgada, de cabellos claros, chompita y leggins) que salga un rato.


Después de minutos de insistencia, Silvana sale del salón, le grita nuevamente a Israel y unos segundos después me mira y me dice “¿Y tú qué chucha haces acá?”.


“¿Tú estás loca, huevona? ¿Qué carajo vas a revisar mi cartera?”, le dice Silvana a Israel, gritando y generando un pequeño escándalo, que ya hace que algunos profesores salgan de sus salones a revisar qué sucede.


Silvana entra al salón, alumnos y profesor la miran sorprendidos, y nuevamente sale pero esta vez con su cartera.


Camina rápido para alejarse de mí y de Israel, que, ni huevones, la seguimos.


“¿Me van a seguir al baño?”, nos grita de espaldas. Voltea, me mira y me dice “¿Y tú vas a meterte al baño de mujeres, loco de mierda?”.


Yo estoy tranquilo, pero lo único que quiero es recuperar mi celular.


Israel se encierra en el baño de mujeres y a los pocos segundos escuchamos que algo cae dentro de una caja o contenedor, que asumimos es el basurero.


Israel y yo nos miramos con cara de sorpresa.


Volteo y todos los alumnos del Edificio Zeta de la Universidad se asoman por las puertas de los salones, ganándose con todo el roche.


De pronto, dos agentes de Seguridad llegan a la escena del crimen celular. Israel les cuenta en detalle la historia y Silvana, que escucha desde dentro del baño todo, la interrumpe a cada rato gritando “Puta, qué mentirosa eres, huevona. Eso es mentira”.


Seguridad insiste que Silvana abra. De pronto ella hace caso y abre la puerta y lanza hacia fuera el tacho de basura. (Israel le ha contado a Seguridad que hemos escuchado que algo cayó a lo que, asumimos, es el tacho de basura).


Se abre nuevamente la puerta del baño y Silvana sale caminando rápido hacia el salón donde, obviamente, ya suspendieron las clases por el roche.


Una señora de limpieza ingresa con un Seguridad al baño de mujeres, asumo, para “peinar” el lugar. El otro nos acompaña al salón.


Silvana se sienta en un rincón del salón y acepta, de manera sarcástica y agresiva, que le revisen la cartera. 


“¿Ya para qué?”, me digo a mí mismo y pienso en las mil maneras de encaletar un celular en un baño.


Israel, quien ya tuvo una paciencia de profesora durante todo este historión, se sienta tranquila, le arranca la cartera a Silvana (delante del miembro de Seguridad) y la voltea encima del escritorio del profesor.


El mundo entero que una mujer guarda en la cartera cae en cámara lenta frente nuestros ojos y, de pronto, la carcaza de mi S4 aparece y finaliza la farsa. O eso creemos.


Silvana no sabe qué cara poner. En segundos entra nuevamente en personaje y comienza a hacer lo que nos ha hecho desde hace una hora: gritarnos.


Grita, grita y se queja. Dice que seguro alguien se ha robado el teléfono en el taller de Stand up comedy y le han “sembrado” la carcaza en su cartera para culparla.


Cuando asumimos que el S4 se encuentra escondido en alguna parte del baño, el otro Seguridad que se quedó con la señora de limpieza ingresa al salón y anuncia que no han encontrado nada.


Seguridad le dice a Silvana que vendrá un elemento femenino a revisarla.


Silvana se pone a llorar. No dice nada. Solo llora.


Llega la señorita de Seguridad, nos invita a salir del salón, y en menos de un minuto la revisa, pidiéndole que estire brazos y piernas.


Hace el gesto de negación con la cabeza, dice a su radio “Negativo en E-Z. Chompa corta y leggis” (imagino quiso decir “leggins”) y se retira.


En eso, de desesperado, se me ocurre hacer lo que uno hace, usualmente con pobres resultados, cuando le roban o pierde el celular: llamar a mi propio número (desde mi otro teléfono).


Increíblemente mi celular empieza a sonar dentro del salón, cerca a nosotros. 


Todos nos miramos desconcertados.


El timbre del teléfono suena opaco, como refundido en algún lado. Parece estar en la cartera de Israel, que está al lado de la de Silvana.


Israel está a punto de pasarse de vueltas. Nos mira apenada, Seguridad no comenta nada. Ella se acerca a su cartera. Yo vuelvo a llamar a mi número, que sigue sonando igual.


Voltea su cartera encima de una carpeta. Nada.


El celular sigue sonando. Todos miramos a Silvana. Ya todo es demasiado raro.


“Ya, deja de llamar. Te voy a dar tu celular”, me dice Silvana con tono de resignación.


Todos nos paramos y nos retiramos del salón sin mirarnos, sin decir una palabra.


Israel y yo esperamos en silencio frente a la puerta y los señores de Seguridad aguardan en un rincón del Edificio Zeta.


De pronto, tal vez por la rabia, Israel se asoma a la ventanita de la puerta para resolver el misterio.


“Mierda, qué asco”, grita (y se escucha en todo el edificio).


“Conchatumadre”, le responde Silvana, quien se ve descubierta.


Silvana sale del salón con mi celular en la mano. Está forrado con algo de papel higiénico húmedo. Me lo entrega y me pide perdón, llorando.


Se va corriendo, pero Seguridad la intercepta a algunos metros.


A Israel se le caen las lágrimas.


Me despido de ella con un beso, puedo sentir sus lágrimas saladas en mis labios, y me voy de la Universidad sabiendo que tendré que comprar un nuevo celular.

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